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El fin de la competitividad de los ‘niños burbuja’

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«Ya no es que no nos digan las notas en alto: es que nos han pedido que no se las preguntemos a nadie». Luis, un niño competitivo de 12 años, protestaba así por la nueva política de su colegio. El mismo centro que, paradójicamente, había reconocido la excelencia académica de su hermano mayor, de 16, en una ceremonia de fin de curso. Aunque eso fue hace unos años. Ahora los premios a las buenas notas se han convertido en galardones a la ciudadanía para los niños que mejor se portan.

Lo mismo sucede en los partidos de baloncesto de menores de ocho años que se juegan en Andalucía. La Federación Andaluza de Baloncesto lanzó el año pasado la iniciativa Valorcesto, que prescinde de los marcadores con las canastas de cada equipo para, en su lugar, contabilizar los puntos que consiguen los padres de los pequeños en función de su fair play durante el partido.

«El peor castigo que puede tener una persona es la rebaja de la autoestima», declaró la ministra de Educación, Isabel Celaa, para justificar que se pueda aprobar Bachillerato con un suspenso. Últimamente, la competitividad en la educación parece un problema… ¿Premiar a los alumnos más brillantes supone castigar a los que se esfuerzan pero no consiguen esas notas? La ausencia de competitividad, ¿cómo afecta a la motivación y, por tanto, a la excelencia? ¿Por qué la frustración que genera la derrota en el deporte no se tolera en el ámbito académico?

Francisco Castaño, psicólogo y autor de La Mejor Medalla: su educación (Grijalbo), es contundente: «La competición está muy bien como medio de aprendizaje, no como fin. Se aprende a gestionar la frustración, a felicitar a quien ha ganado. Lo malo es cuando se usa para comparar y como presión. Ahí es cuando sufre la autoestima, si los niños se han esforzado a tope. Yo no exigiría notas, pero sí que diera lo mejor de sí mismo. Pero si el resultado da igual, entonces para qué voy a meter canastas, para qué voy a intentar hacerlo bien en el examen».

Echemos la vista atrás unas décadas: San Estanislao de Kotska, colegio de los jesuitas de Málaga. Allí, cuenta el abogado Mariano Vergara, la máxima aspiración era ser proclamado Príncipe. «Todo el colegio se reunía en el salón de actos», recuerda. «El Padre Ministro empezaba a leer un texto que decía: ‘Como premio a su intachable conducta y excelente aprovechamiento, se proclaman las siguientes dignidades…’. Y cuando se nombraba a un escolar, recibía un fuerte aplauso, subía a un escenario, se le imponía un collar, se escuchaba la marcha de lo Infantes con todos en pie y saludaba a sus padres, que siempre lloraban. Luego se nombraba al Primer y Segundo Regulador. Para conseguirlo había que tener unas notas altísimas, con unas pruebas muy duras. Sólo se podía ser Príncipe en un curso, y así se estimulaba la excelencia».

Suena a puro anacronismo.

Marta Ferrero, psicopedagoga e investigadora en educación en la Universidad de Deusto, entiende que no se canten las notas: «Yo sólo hablaría en voz alta del rendimiento general del aula y compartiría los errores más frecuentes sin dar nombres. Y, a su vez, dejaría que cada niño decidiera si, a título personal, quiere o no compartir sus notas. No sé qué tiene de bueno hacerlas públicas». «Por el contrario», continúa esta experta, «me consta que sí puede acarrear consecuencias negativas, como que algunos compañeros se dediquen a encasillar a otros con peor rendimiento. En los alumnos avanzados puede ser motivador, pero en los que tienen cierta dificultad puede convertirse en un lastre».

Castaño explica que, detrás de iniciativas como eliminar los marcadores puede haber un exceso de protección a los niños, uno de los grandes defectos de la educación contemporánea. El psicólogo canadiense Jordan B. Peterson, autor superventas con sus 12 reglas para vivir (Planeta), ha alertado alguna vez de lo pernicioso de esta tendencia: «Si quitas la competitividad y prohíbes la agresividad, estallará. En el colegio de mi hijo no dejan que se tiren bolas de nieve. Si quitas los marcadores del deporte es patético, es una distorsión total de lo que es el juego que, además, es cooperativo, se tienen que ayudar unos a otros».

«Tan absurdo es decir que hay que excluir todo elemento competitivo de la educación como decir que introducirlos constituye la panacea», tercia David Reyero, investigador del departamento de Filosofía de la Educación en la Universidad Complutense. «Quitar del todo el marcador en los partidos de baloncesto resulta absurdo y responde a un supuesto ideal inclusivo claramente equivocado. La inclusión no puede realizarse a costa de una política que oculte la excelencia y las categorías mejor/peor o bueno/malo. Forma parte de las finalidades educativas básicas aprender a reconocer el mejor desarrollo en ámbitos valiosos». A su juicio, además, «establecer espacios en los que se resalta y premia la excelencia y se hace públicamente supone un beneficio no sólo porque estimulamos a los estudiantes, sino porque realzamos lo que premiamos. No es lo mismo un premio al que sea capaz de comer más perritos calientes que al mejor en fotografía matemática».

María Calvo es una de las defensoras más conocidas de la educación diferenciada en España, con libros como La masculinidad robada (Almuzara). En él, explica que la competitividad es esencial en el aprendizaje masculino. «Los motivadores bioquímicos masculinos, las hormonas como la testosterona, hacen que la competición sea atractiva, divertida y les llena de energía», argumenta. «Los niños se pasan el tiempo compitiendo. Canalizan la agresividad proporcionada por su flujo hormonal en juegos de acción, competencia, dominio y liderazgo».

Calvo recuerda que los chicos varones tienen más fracaso escolar y presentan mayor déficit de atención e hiperactividad. «Les gusta competir y no se trata de ganar por ganar, es como superación personal», subraya. «Cuando te presentas a un examen vas a ganar, no a participar. La vida es intentar sacar adelante cosas, desde el trabajo a la familia. Si suprimes la competitividad, hay apatía hacia todo».

Profesora de Derecho Administrativo en la Carlos III de Madrid, cree que es indispensable saber manejar la frustración. Y también que destacar a quienes consiguen mejores resultados puede contribuir a crear líderes que ayuden al resto. «Pero para eso hay que saber quién es el mejor de la clase», remacha.

«Hablemos del asunto de la igualdad, de lo más interesante», expone el filósofo y pedagogo Gregorio Luri. «El vicio principal de toda sociedad igualitaria es la envidia: el gran vicio de la sociedad griega libre. Y la gran virtud de todas las aristocracias es, a mi juicio, que todos saben quiénes son y, por consiguiente, no se comparan con otros. Este compararse constantemente es la quintaesencia de la vulgaridad», escoge el filósofo una cita de Hannah Arendt para explicarlo.

Barbara de Aymerich es investigadora, profesora, madre y fundadora de Espiciencia. Se trata de una iniciativa puesta en marcha en Espinosa de los Monteros (Burgos) gracias a la cual los niños aprenden ciencia y, a veces, compiten en iniciativas internacionales con proyectos. Su mentora resume así el debate sobre el final de la competitividad: «A favor siempre de aplaudir el esfuerzo, de felicitar en público y reprobar en privado, de impulsar al que le cuesta con motivación y dando alas y recursos al que va por delante».

Alberto Royo es autor de varios libros sobre educación y también cree necesario que en clase haya ejemplos. «El estímulo más eficaz para un alumno ha de ser fijarse en los mejores. Para ello, es imprescindible que valoremos a los que mejor lo hacen. De ninguna manera significa esto que debamos despreciar a aquellos que no rinden a un buen nivel. Es imprescindible reconocer siempre el esfuerzo y, si se da la necesidad, reconducir los excesos de competitividad que supongan que un alumno olvide que el principal reto es superarse a sí mismo». Royo traza una línea roja: los profesores deben conocer a sus alumnos lo suficiente como para saber cuándo se está haciendo daño si se habla de las notas en público.

Y fuera del mundo académico, ¿qué se opina? Carmen López tiene mellizos. El chico saca muy buenas notas; la chica, pese al esfuerzo máximo, no tanto. «Yo creo que motivar no es leer notas en voz alta. La competitividad es buena, pero sólo hasta cierto punto, como todo. He visto niños hipercompetitivos que me han helado el corazón».

Hablamos ahora de lo que sucede en las competiciones académicas internacionales. A la entrega de premios de las Olimpiadas científicas, por ejemplo, hace tiempo que no acude un ministro de Educación. Este año, Alex Epelde volvió con medalla de oro de la Olimpiada de Física. Es el primer español que la consigue.

Cuando la selección de Matemáticas de EEUU recuperó la medalla de oro para su país, el presidente Obama les felicitó a través de Twitter. En España, la Real Sociedad Matemáticas Española y la de Física han tenido que batallar para que el Gobierno se haga cargo de los gastos de los viajes de alumnos como Epelde.

Todo lo contrario que sucedía en Singapur… hasta ahora. En octubre, el estado asiático que lleva la importancia de la educación impresa en sus billetes, anunciaba su intención de aflojar en el ambiente competitivo. A partir de ahora los boletines no reflejarán qué posición ocupan los estudiantes en clase según sus notas. Una medida insólita en el país que acabó arrasando en la última convocatoria del Informe PISA y que busca orientar a más alumnos a la Formación Profesional.

Mientras, en España, hay un déficit de estudiantes brillantes en esa misma prueba internacional. Si eso tiene que ver con un mayor o menor ambiente competitivo en las aulas, queda en el aire. «De todas maneras, nos vamos a enterar de las notas, mamá», decía Luis, el niño al que invitaban a no preguntar a sus compañeros si habían aprobado o suspendido. «En cuanto acaba un partido de baloncesto, los niños saben quién ha ganado, llevan la cuenta», decía Rosa, madre de Oliver, un niño que ahora juega al valorcesto.